CAMINO
DE LA ESPERANZA
Entregué todos mis
ahorros; me atraparon las promesas de futuro y los ojos ilusionados de mis
compañeros, que como yo, deseaban dejar tras de sí el hambre y la pobreza
absoluta.
Familias completas,
se iban quedando por el camino, los más débiles no resistían las primeras fases
del largo viaje, el resto seguía adelante sin mirar atrás.
Yo opte por la
barcaza, nos fueron colocando apretados unos junto a otros. Cuando creíamos que
salíamos por fin al mar, llegaron corriendo un grupo de siete personas más, nos
pisotearon y se hicieron sitio a golpes. Hasta entonces todos estábamos en
silencio, cambiábamos miradas cómplices, la esperanza se reflejaba en nuestros
ojos. Los recién llegados, se mostraron agresivos, empezaron a zarandear a los
mayores, exigiendo que entregáramos las pertenencias que llevábamos y nos
despojaron de móviles, relojes y si alguno aun llevaba dinero, también se lo
cogieron.
Empezamos a navegar
mar adentro, era una noche serena, la luna, nuestra única luz. Al cabo de un tiempo,
no mucho ya en alta mar, se acercó una zodiac que recogió a los siete últimos
ocupantes y con sonrisas llenas de crueldad nos abandonaron a nuestra suerte.
El desaliento se
instaló en nuestras despojadas almas. Por suerte y antes de que la
desesperación nos invadiera, un joven tomó las riendas de la situación, había dejado caer su
móvil en el fondo de la barca y ahora lo recogía conectando el GPS y sacando
tablones, que hacían las veces de asiento, señaló a los más fuertes para que
empezaran a remar. El motor con apenas gasolina hacía horas que había dejado de
funcionar. Haríamos turnos, además conocía bien las estrellas y con ellas
podíamos orientarnos, al menos por la noche. Un aire de optimismo llenó nuestras miradas. Tres días más tarde fue el mar el que inundó la barcaza. Las
olas nos movían a su antojo, el exceso de peso hizo que la vieja
embarcación no resistiera los embates de
las olas y caímos todos al mar. Apenas quedaban fuerzas, la fe la perdí el
segundo día.
Nos movíamos lo
justo para mantenernos a flote; frente a nosotros no había nada, solo mar, los
ojos me escocían, mis extremidades
apenas respondían a las ordenes de mi cerebro, no quería mirar a mi alrededor, sabía que cada vez desaparecía más gente de la que en principio me rodeaba, me
sentí desolado. ¡Qué estúpido había sido! Tenía que haber intentado salir adelante de otro modo. ¿Cómo pude dejarme convencer? ¿Tan inocente era? Aún
resonaban en mi cabeza las palabras llenas de promesas de futuro que me
convencieron de que el camino era éste, ningún otro.
De repente escucho el sonido de un motor, abro
los ojos; sí, no son imaginaciones mías, sí, ahí los tengo delante, valientes
hombres y mujeres que vienen a rescatarnos. Se aproximan, empiezan a lanzar
salvavidas y a sacar gente del agua, medio muertos, pero con esperanza. ¡Sí, ahí
están! Llega otra barca de salvamento, los arropan…
El agua me aleja…
¡Eh! ¡Eh! ¡Estoy aquí! ¡Mírame, frente a tí! No puedo ni levantar el brazo, mi
cabeza se hunde y sale del agua como danzando, una danza macabra. Intento
gritar, pero mi garganta no responde, ellos no dan abasto, intentan salvar a
los máximos posibles, pero yo no estoy entre ellos, me resigno, cierro los ojos
y aunque no soy creyente intento recordar una oración que escuche a mi abuela
cuando era niño, Ya no lucho, me entrego al mar… Unos fuertes brazos me sujetan,
si noto su energía, duda, pero si me sube a la barca, me abrigan, mojan mis
labios, pierdo el conocimiento, ¿me he salvado? ¿Valdrá la pena? Meses más
tarde supe que no.
Maria Vera
8 d'ocubre de 2017
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