Bodas
de rubí
Hubiéramos celebrado nuestro cuarenta aniversario esta misma semana, Septiembre,
siempre nos pareció un mes maravilloso.
No fue fácil, pero con el
esfuerzo de ambos, habíamos conseguido una vida acomodada y creado una pequeña
y solida familia; teníamos dos hijas.
Un día, de manera cruel e inesperada, el destino
rompió nuestra armonía, Raúl enfermó gravemente y tras meses de lucha y
sufrimiento, nos dejó para siempre.
Teníamos reservada, como
hacíamos año tras año, la habitación del pequeño hotel costero que vio crecer
nuestro amor. Allí pasamos nuestra primera noche de bodas y durante cuarenta
años, jamás habíamos faltado a la cita.
Abatida, sin consuelo,
sentada en la cama, frente a la ventana, abrazaba la urna mortuoria que contenía
las cenizas de mi amado esposo. Mis hijas en principio se opusieron a este viaje, no lo creían conveniente, pero al
ver que mi decisión era firme e irrevocable, accedieron compasivas.
Sentía que se lo debía, le
hacía tanta ilusión esta fecha.
Miré a mi alrededor, la
habitación me hacía sentir más cercana a él, parecía que de un momento a otro
aparecería risueño como siempre, saliendo del baño envuelto en el albornoz del
hotel. Cerré los ojos, unas lagrimas empezaron a deslizarse por mis mejillas,
hasta ahora las había contenido, la
desesperación me desbordaba. Perdí la noción del tiempo, el sonido del teléfono
me devolvió a la triste realidad, Mario el conserje del hotel, solícito como siempre
y conocedor de mi estado de ánimo, me preguntaba si quería que subieran la cena
a la habitación, rechacé aunque agradecí
su oferta, no me apetecía tomar nada.
Coloqué la urna en la mesita
de noche, junto a una pequeña caja que contenía el regalo que había escogido
para tan señalada ocasión; un anillo con un pequeño rubí. Me acosté.
Dormía…de repente un frio
aliento rozó mi rostro. ¡Me sobresalte! Abrí los ojos, una extraña sensación me
invadió. ¿Un mal sueño? Inmóvil ralenticé mi respiración agudizando mis
sentidos, intuía una presencia aunque mis dilatadas pupilas nada veían. Mantuve
los brazos bajo las sabanas, incapaz de
acercar mi mano al interruptor de la luz.
Algo rozó mi brazo, ¡estaba
segura! Mi cuerpo empezó a temblar, en la oscuridad no podía saber que estaba
sucediendo. El temor nubló mi razón. Un
sudor frio me envolvió y al sentirme fuertemente abrazada, desfallecí.
¡Me llevó con él!
Maria Vera
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