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Que tenga una feliz estancia, Sr. González –le dice la joven
recepcionista, un poco turbada, mientras le tiende la llave de la 306.
Se dirige al ascensor sabiéndose observado por la
camarera desde detrás de la barra. Sabe que su figura resalta con aquella ropa
de marca.
Entra en la habitación que conoce bien: Este será el
sexto año que se aloja en ella, lejos de su casa, de su familia, para un nuevo ficticio
viaje de negocios.
Deshace la maleta colocando la ropa doblada, perfecta,
en el armario.
Sale a la calle e inspira profundamente al percibir el
olor de mar; siente que se va relajando mientras pasea hasta el restaurante
recomendado por el diario unos meses atrás…
Ha seguido los mismos rituales, como siempre en una
nueva zona de “caza”. Ya es su última noche en la ciudad. Al entrar en el bar
de copas que estuvo ayer el movimiento de unos brazos agitándose en el aire llaman
su atención. Satisfecho y confiado avanza hacia la jovencita, que le espera con
una sonrisa radiante.
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Mónica, qué bien que hayas venido. ¡He reservado la noche
para estar contigo!!
En un momento de distracción vacía el contenido de un
sobre en su consumición y al poco tiempo, entre risas, propone tomar otra copa
en otro lugar.
De camino, Mónica se encuentra mal y Rafa, solícito,
le ofrece ir a su hotel, que “está aquí al lado”. El malestar va en aumento y
Mónica accede a acompañarle.
Cuando entran en el hotel ya está casi inconsciente;
Rafa la lleva cogida por debajo del brazo, como si estuviera ebria. Hace un
guiño al recepcionista de noche y se encamina al ascensor.
Al llegar a la habitación, la deposita suavemente en
la cama; la desviste, guardándose en el bolsillo el minúsculo tanga negro. Coge
el neceser, saca las tijeras, el preservativo, la botella con el aceite de
masaje y una cadenita de plata con una diminuta clave de sol. Se desnuda,
doblando cada pieza de ropa.
Pone la canción “O Fortuna” de la ópera Carmina Burana
en su móvil. Nota la sangre fluir enérgicamente; mientras se acerca a la nueva Blanca Nieves extendiéndose el aceite en
las manos, experimenta la potencia de la incipiente erección.
El estruendo de la puerta al golpear contra la pared
le paraliza.
La inspectora Matamala le apunta con su arma y le
esposa recitándole sus derechos.
Antes de que se lo lleven, con rabia contenida, le masculla
casi al oído: mi hija fue tu última víctima. Te pudrirás en la cárcel, cabrón.
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