Trató de lamerse las heridas para borrar todo rastro de cicatrices, pero el olor amargo de aquel amor le atravesaba el cuerpo entero, produciéndole un vómito espumoso que dibujaba corazones rotos frente a sus ojos apagados. Tomó entonces la punta de su dedo índice, que siempre señalaba allí donde la esperanza estaba y, sobre sus propios líquidos aún calientes, trazó una flecha dirección al cielo. Atrás, en la piel tersa de su espalda, sintió brotar las alas sin plumas de un dragón. La
boca se le inundó de lluvia. Los ojos de ambición. Desplegó, entonces, sus nuevos pies para caminar en el aire, donde siempre quiso andar. Y echó a correr sin prisas, dejando tras de sí la estela de una sombra que brillaba sin el sol.
Nadie sabe ni hacia dónde ni hasta cuándo galopó y, sin embargo, todos hablan de ella como el milagro que voló.
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