La vida va tomando forma de río
que recorre piedras,
que respira al ritmo del musgo,
al son de algas danzantes,
acariciando cuerpos vivos e inertes,
a la vista de arrayanes milenarios que lo guían,
alojando a contracorriente apuestas de futuro
entre tormentas espaciadas.
El gusto de la cotidianeidad,
de momentos suaves, claros,
en el que los sentidos son uno
y a la vez dan identidad al todo,
pasa al sabor rugoso, balbuceante,
de olor turbio,
de visión sorprendentemente áspera
y ruido a lágrimas crujientes.
El tacto de escarpadas montañas
que avivan sus corrientes
comienza a palpar el mareo,
la visión ácida,
el olor a sueños lejanos,
de gusto triste
y sonido morado.
El olfato a terremoto
puede oír de lejos la menta,
el mirar meloso,
el sonido agreste,
de olor agridulce,
y gusto lejano.
Sentir el azul cada vez más cerca
con el gusto a tristeza espantándose,
con olores cada vez más sonrientes,
ante un panorama alentador,
que se abre entre el acíbar de las nubes turbias
y que se alcanza con el tacto de las manos abiertas.
De pronto se escucha la sabiduría de la Tierra,
todo se ve cada vez más claro,
se toca el aire,
se huele el agua
con gusto al cálido fuego
que respira vida.
El río torna a dibujar su curso,
a cantar sus melodías preferidas
a sentir la vida misma.
Todo vuelve a su esencia,
a la versatilidad que brinda
la magia de los sentidos.
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