En el cielo, unas negras nubes se mueven lentamente; sin prisa. El tiempo para ellas no tiene sentido. Se dejan llevar por la brisa del atardecer. Se enredan en las despojadas ramas de los árboles que me rodean.
Unos cuervos negros graznan y revolotean sobre mi cabeza. Los intuyo, no puedo verlos, los percibo por todos y cada uno de los poros de mi piel. Me estremezco. ¡Los oigo; puedo oírlos!...reconozco ese sonido. ¡Siento miedo!
Mi cuerpo yace junto a un riachuelo en el páramo más oscuro.
¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Quién me despojó de mis ropas? ¿Quién apretó mi frágil cuello, hasta dejarme en este estado de inconsciencia previa a la muerte?
Apenas recuerdo quien soy. Me esfuerzo en no atravesar la línea que marca la frontera al final de la vida hacia el abismo. El reflejo de supervivencia se activa aunque no hallan posibilidades de sobrevivir, Solo la inercia hace que el leve latido de mi corazón continúe esforzándose en seguir marcando el ritmo del escaso tiempo que aún le queda. Es como un reloj de pared al que alguien decidió callar, no dándole más cuerda.
Mis sentidos se adormecen. Mis ojos abiertos hace tiempo que no reciben ningún signo de luz. Mi cuerpo parece flotar, no percibo donde reposa. Mi nariz con las fosas nasales abiertas desproporcionadamente al igual que mi boca, intentan captar aire para introducirlo en mis pulmones. Todo en vano.
Ya el sonido de los cuervos se ha desvanecido. Un silencio sepulcral me envuelve. Ahora siento que formo parte del entorno. La tierra me acoge en su seno. Me da paz ¡Sí, no ofreceré resistencia! ¡Me entregaré en cuerpo y alma!
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